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Cuento. ARRIBA, EN LA LLORONA.


Por el estrecho sendero, bordeado de añosos cafetos, algunas matas de dominico y uno que otro guamo santafereño, casi que arrastrando los pies, avanza Joaquín Salgado. No lo puede creer. No lo comprende.


Desde que don Carlos, su taita hace 70 años, descuajó y cultivó las 300 puchas, que luego, equitativamente, repartió entre hijos y yernos, con la escritura única de su palabra; la otrora cantarina quebrada La Llorona, hoy débil hilillo de aguas amargas, gracias a que los doctores a quienes les vendieron el Orlando y el Diego y la viuda Julia y el difunto Emilio, a quien su mujer se la tragó un derrumbe, hicieron caer en ella todos los sobrantes de sus beneficiaderos y francachelas. Siempre, desde el pequeño pozo con trincho de guadua, el fiel ariete, con su monosilábico son, hizo llegar hasta el predio de Joaquin, el dolorosamente turbio pero precioso elemento.


Llegaron hasta él los alegres latidos de su perro.


Debería llamarse “Neron” o “Límber”. El sendero, lentamente, como lentos eran sus pasos, se fue abriendo. Allí estaba su casa. Conoció épocas mejores. Sus puertas verdosas, entreabiertas, dejaban ver cuatro o cinco camas humildes pero inmaculadas; el amplio corredor, en tablas amarillentas de limpieza, lo coronaban decenas de “novios” y “zapatos de obispo”, sembrados en rústicas canastas de lata de guadua; en la pared, exóticas láminas de soleados paisajes y sobre la puerta principal, descansando en florida repisa, un colorido cuadro del Sagrado Corazón.


Clementina, “Tinita”, y sus hijos, con el corazón palpitante, le vieron llegar; su paso vacilante, el sombrero y levemente caído hacia su cara y una rápida y angustiosa mirada buscando los ojos de su mujer, fueron suficientes para que todos comprendieran que deberían esperar lo peor.


Alberto, el hijo mayor, fue quien le trajo la noticia el pasado mercado: Alpidio, el del granero, se lo contó con gran sigilo: “Escuché cuando el Dr. Arango, su vecino de arriba, conversaba con el señor Inspector: -no se preocupe Doctor, yo le arreglo eso. Prométame que usted no me deja mochar y esa agua es toda suya. D´iuna vez usté si´ce a ese tajo por cualquier cosa, pues sin agua se joden”-


Joaquín ese día logró entrevistarse con el señor Inspector. Las aguas, le dijo, son del que tiene el nacimiento, no d´ial que le chorrean, además yo sólo cumplo órdenes del pueblo ya me llegó la pertinente: taponar la entrada de su ariete. De manera que si quiere agua, arrecoja de la que caiga y no se me enjurrusque, que lo meto.


Tinita, Alberto, todos lo escuchaban sobrecogidos. No podían creer. No comprendían. El Dr. Arango se veía blanco, tan limpio. Algunas veces, inclusive, al pasar en su Toyota, cuando Tinita y Joaquín esperaban la “chiva”, los saludaba; y cuando el convite para hacer la fosa de la piscina, además del almuerzo se tomó con ellos 3 aguardientes. No, no puede ser. El Diego le vendió barato, cuando su primero, que siempre se murió, enfermó de hidropesía.


Tengo que hablar con él. Es mi vecino. Casi que mi amigo.


Esa noche, después de la oración, no hubo tiple ni cuentos de espantos ni de guacas fabulosas. “Neron” con la cola entre las patas, seguía a su amo con porfía.


-Deben ser las lombrices que lo güelven tan pegajoso-…


Voy a esperarlo al camino. Vusté Carlos traiga la leña y mire a ver si chorrea alguitico pa´cer el almuerzo.


Arriba, en la curva del guayacán asomó el Toyota.


Venia despacio. Se detuvo. El doctor, tan blanco, daba órdenes rápidas, precisas. –No quiero ni una mata de plátano, ni un guamo. Póngale más aire a esa bomba, y cuando terminen de fumigar, todo muy bien lavado que tenemos agua suficiente.


-Buenos días Doctor…


-Adiós Joaquín.


-Doctor necesito que mi´oiga…


-Nada tenemos que hablar…


Don Carlos su taita, setenta años de lucha, Tinita, los hijos…


El Doctor no era tan blanco. Era rojo. La mano rápida buscó el machete, pero fue más veloz, el prevenido Colt.


Cuando en la cañada de La Llorona retumbó el disparo, el pequeño y leal ariete se detuvo. Ya no había ni con qué, ni para qué.


“En valerosa acción, el muy distinguido Dr. Arango dio muerte a peligroso antisocial que pretendió secuestrarlo. Las autoridades iniciaron exhaustiva investigación.”


Arriba, cerquita de la curva del guayacán, en las noches de luna, cuando “La Llorona” llora y el oxidado ariete calla, se oye el aullido de un perro, que maldice el agua.


GONZALO URIBE PALACIO.

Tomado del libro: Granos Benditos que condenan,

Editorial Imprefacil S.A.S.

Bogotá 2017

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