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HABLANDO CON BLANCA


Tomado del libro Blanca.


EL NUEVO CANARIO

Itinerario Breve

Volumen IV. Manizales. Junio. 1943. No. 33


Frente al escritorio donde mi hijo suma en un brujo aparato niquelado guarismos y guarismos, cuya sola vista nos hace sentirnos más pobres a los poetas, más desamparados en medio de este mundo de las finanzas que no logramos entender, que nos intimida con su frialdad de cifras alineadas como batallones en miniatura, me detengo un momento con los ojos alegres y la cara arrebolada por la emoción: ­Oye, prométeme que al fin del mes, cuando te paguen, me regalas un canario.....


El se queda mirándome en un silencio sonriente; la precoz arruga vertical que le cruza la frente desaparece como borrada por la mano inasible del recuerdo. Hace tan poco tiempo que era él el que me pedía con voz mimosa el juguete resortado, o la cometa de colores fiesteros, o el trompo de girar vertiginoso, o la flauta de latón donde el sonido despertaba y se desenvolvía como un resorte musical.


No ha de causarle asombro que él ya sea un hombre que lanza su ambición sobre la pista de los números y yo continúe siendo como una chiquilla con el espíritu pronto a la emoción y al sentimiento? No ha de darle risa el que en lugar de pedirle un traje, un sombrero de frívolo corte modernista, una escarcela flamante, una costosa fruslería de tocador, le pida un pájaro? ­Para qué quieres un canario? para que se lo coma el gato? ­No, ya verás que no, éste de ahora tiene mejores sentimientos. Y es verdad. No se parece en nada a aquel asesino que tuvimos antes, a aquel apache vestido de terciopelo negro, con ojos donde el enigma encendía su móvil llama de topacio. Este es humilde, criollo, sin pergaminos; está en la casa desde pequeñito y no tiene la más mínima culpa en la tragedia que ha signado la existencia breve de mis pupilos cantores; parece perpetuamente en carnaval con su traje de dominó; la cabeza y la cola son de una negrura suave de peluche y para el blanco afelpado y parejo de su cuerpo elástico estos adornos de azabache resultan como un alarde de nuevo rico; está como arropado en una capa de armiño que le quedara demasiado corta; en los ojos de un verde pálido de crisoberilo no se ha insinuado aún el resplandor agresivo del instinto criminal. Es bueno y es manso y familiar.


Feliz con la promesa de que me traerán un nuevo cantor, regreso a la casa, sola con mis recuerdos, por entre el bullicioso afán de las calles congestionadas de gentes que invaden los almacenes comprando los accesorios de lujo para el traje de semana santa. En las vitrinas los breves mantos de encaje que tienen una reminiscencia de mantilla andaluza bordada de madroños y de rosas, son una invitación a la coquetería sobre la cabeza de pasta de los maniquíes; las lentejuelas y los canutillos y la pedrería de similor dan un fugitivo resplandor de colores en los escaparates donde los guantes se enfilan como manos juntas en desmayado ademán de súplica y los zapatos se empinan incitadores y las medias se abren en abanicos valiosos, veladas y sutiles y orgullosas de la finura de sus mallas y de la línea sugerente que hace pensar en la suave curva de las piernas ágiles.


Pienso en que es hermoso esto de volverme vieja con el alma niña; pienso en que, sin saberlo, estoy muy cerca de realizar el precepto griego que exige hasta la muerte un espíritu joven erguido como una torre de cristal frente a la tumultuosa mediocridad de las horas que pasan.


Soy hoy la misma que jugaba ayer con mis chicos. Aún siento alegría cuando recuerdo cómo nos emocionamos con un barquito que echamos a navegar por la pupila azul del estanque; en la proa el timonero de lata tenía un realismo perfecto; en el compartimiento de las calderas encendíamos una vela y al taponar la entrada el calor de la pequeña llama prisionera desarrollaba la velocidad; la sirena sonaba con un son de plata golpeada por cien varillas de vidrio y el motor liliputiense tenía una vibración armoniosa; le duraba la cuerda hasta para cuatro vueltas por el estanque. Los patos se quedaban suspensos y temerosos de aquel intruso que les invadía sus dominios transparentes; cuando nos íbamos, sentían miedo de meterse de nuevo al agua; quizás pensaban que aquel otro pato de metal bullicioso y empavesado de grímpolas de papel rizado estaba allí esperándolos camuflado bajo los juncos, mimetizado entre los tréboles estrellados de blanco.


Evoco todos los juguetes: las pequeñas locomotoras que daban vueltas monótonas sobre las paralelas de estaño; los rompecabezas que hasta media noche nos tenían inclinados sobre sus enrevesados dibujos geométricos, recortados por el absurdo y revueltos por la mano loca del azar; las cometas que llevaban latente en su inmovilidad de colores crucificada sobre el haz de flechas la divina inquietud del vuelo; los trompos pintados de fiesta, con un poco de música guardada en la entraña de lata, los payasos de paso mecánico, con risa de bermellón y chaquetas randadas de cascabeles, y los muñecos de porcelana con ojos de chaquiras y cabellera de seda devanada. Todo aquello, tan frágil, tan inestable, tan tocado de gracia y de emoción, pone un filete de oro a la cinta amable del recuerdo.


En la Plaza de los Fundadores me detengo un rato. Hay allí un vendedor de pájaros con sus jaulas enfiladas sobre el muro de cemento. Si mi hijo los viera. Los canarios cantan; es un concierto maravilloso; sus gargantas son como la escala melodiosa por donde el trino asciende en un milagro de cristal; la música del agua en la pila de bronce acompasa el ritmo; el viento que mueve las hojas dóciles del platanal y riza el penacho de gro crujiente de las palmeras aporta un poco de armonía asordinada al conjunto orquestal. Los turpiales están mudos; ellos se estiman más y no se ponen como esos locuelos de los canarios a parlotear en cualquier parte: los canarios me recuerdan a los antiguos juglares, a aquellos trovadores de Provenza que se detenían a la sombra de los mirtos a asonantar sus romances con el rumor de las colmenas y la charla frívola de los trigales granados de espigas y sesgados de ababoles. La tarde de invierno tiene una dulce melancolía. Hay un arrebol solitario que abre como un túnel zafiro y gualda en la lejanía de porcelana. Los pobres pájaros prisioneros deben sentir frío; este frío agresivo y fino que parece fabricado en la marmolería de la cordillera, en el taller de jazmines del Ruíz, en la fábrica de algodón de la montaña.


Repaso la historia triste de los últimos pájaros que han alegrado mis horas de labor frente al patio que se mantiene florecido de geranios en una acuarela de sencillez y de frescura. Todos desaparecieron dejándome un dolor pequeño incomprensible para los demás, pero grato a mi corazón por el cual pudiera pasearse como por una sala fraterna el mismo Francisco de Asís con todo y su nimbo de azul y de gloria y sus manos donde abrieron sus corolas de eternidad

las divinas rosas de las llagas de Cristo.


Eran muchos: la mirla vestida de raso negro atezado y brillante, con las patas y el pico y el ribete del ojo de un oro vivo; era torpe y asustadiza; jamás pudo la reja de alambre de la jaula quebrantar su anhelo de libertad; cuando se inmovilizaba sobre los barrotes de su prisión parecía, por lo adusta y lo orgullosa, como un caballero vestido de negro con espolines áureos y rodelas metálicas en el tricornio de felpa. Las alondras que me trajeron de la Costa, que fueron compradas en un barrio cosmopolita de Barranquilla y que vinieron cantando todo el viaje por encima de las nubes y bajo el azul traslúcido, que prendieron el frágil encaje del trino a la estructura de aluminio del avión y fueron como un mínimo motivo armonioso sobre las alas vencedoras, las pequeñas alondras que no resistieron la temperatura invernal y se marchitaron como dos flores transplantadas desde la alegría marina, hecha de yodo y de espumas y de sal y de viento y de sol y de barcos, a la montaña arropada con chales de bruma y vestida con pesados terciopelos de pinos.


Chafín, aquel toche calentano desheredado y humilde que con mis cuidados y mi cariño se volvió engreído y voluble y orgulloso, que cuando ya supo cantar no volvió a acordarse de su origen proletario y que tuvo para mí una ingratitud casi humana. Chafín, que cambió su jaula acondicionada con todas las comodidades que inventó la ternura, por el azar del errabundaje lleno de peligros y de traiciones. Los canarios que perecieron bajo la garra del gato de Angora que no pudo ocultar bajo la aristocracia del apelativo y la suavidad tibia del pelaje su instinto de ganster, su ancestro asesino, su tara de criminal que bien pudo sacar avante la teoría de Lombroso. Todos me fueron abandonando; unos que se fugaron hacia la muerte y otros que se fugaron hacia la libertad. Quedó silencioso el patio; hasta los insignificantes periquitos, verdes como un cogollo de palmera, gritones y dañinos como chicos mal educados, amigos de destrozar las veraneras y de revolverlo todo y de hacer basura como los gamines del arrabal, no resistieron el rigor de una noche de tormenta y amanecieron muertos bajo la ducha pertinaz del aguacero que les cayó al sesgo sobre la jaula.


Hoy, al llegar a la casa tengo una sorpresa maravillosa: me han regalado un canario. Mientras escribo este apunte trivial, el nuevo huésped cantor me alegra el espíritu y me hace fácil y amable la tarea; parece que el ritmo quebrado y breve de la máquina de escribir lo incitara al canto; se esponja entre su jaula como una flor de acacia; tiene una inquieta gracia de llama sonora; parece hecho de seda o de celofán y pintado con el mismo pincel con que la tarde está pintando ahora las copas geométricas de las araucarias. Vamos a ser muy buenos amigos este canario y yo; quizás se quede algo de la armonía de su canto entre la sencilla factura de mi prosa. El y yo somos de la vieja escuela, tenemos un claro fondo romántico y viviríamos muy a gusto a la sombra de la encina plantada en la ladera de la gloria por el divino Fray Luis.


Blanca

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