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HABLANDO CON BLANCA...

Itinerario Breve

Volumen V. Manizales. Octubre. 1944. No. 49.


EL ABEJORRO.



Azaleas Blancas.


-Pero mamá, cómo es posible que de verdad te apene la muerte de un infeliz abejorro!, me dice el victimario que conserva aún en la mano la toalla que le sirvió de arma para cometer el inútil asesinato. Y tan posible: me da tristeza verlo inerte, plegadas sobre la coraza del abdomen de felpa las paticas dentadas que también como las alas, hacían música cuando iban serruchando la mañana; ya no se está haciendo el muerto como acostumbraba cuando muchas veces moví la rama donde gustaba de estarse quieto después de un hartazgo de miel en la copa de cristal de bohemia de algún lirio; entonces doblaba el erizamiento de peluche de las antenas, estabilizaba las seis patas y, si yo hubiera tenido un microscopio, hubiera podido ver cómo apagaba en la muerte aparente las facetas de sus ojos dejando sólo algunas para ver mi sorpresa y captar el alcance de mis intenciones con respecto a su existencia efímera.


Ahora sí está muerto definitivamente; sobre el mosaico pulido, a la sombra de la tolda de seda de la azalea florecida parece un botón de azabache, un dibujo en relieve de la baldosa; es como si al irse la noche del patio, sacando del cuadrado de sombra el fuego alegre de los geranios y la simplicidad estrellada de los tréboles, hubiera tenido prisa y hubiera perdido el broche de presión que ajustaba su capa de raso agujereada de luceros. Para el pobre abejorro el foetazo blanco de la toalla debió ser como una avalancha de algodón que se lo llevó en su corriente tumultuosa, como un alud de hilos trenzados, como una tempestad de nieve enloquecida por el huracán, como un relámpago súbito en la serenidad de cristales azules de la mañana. El, que ya estaba acostumbrado al hipnotismo de la mirada del gato que lo asechaba mimetizado entre el ramaje de las azaleas, que había burlado el asalto sorpresivo de los gorriones trotamundos y gustaba de asustar a los canarios pasando sobre sus jaulas con una vibración agresiva, como un microscópico avión de caza blindado de celuloide brillante y erizado de cañones, no pudo prever que la muerte le llegara vestida de blanco, sorpresiva y blanda desde la doméstica simpleza de aquella toalla.


Le faltó malicia a este príncipe neqro del país de las flores, a este bufón de la corte de oro de las abejas, a este abisinio que por entre el alto mundo cromado y frágil y ambulante de las mariposas paseó su aristocracia ociosa; no adivinó que el hombre gusta de cometer estos crímenes perfectamente inútiles y confió en la buena fe de aquel a quien él veía a diario junto al tazón de porcelana del lavamanos y a quien nunca él intentara agredir; si hubiera tenido un ánimo belicoso le hubiera clavado de sorpresa la aguja ardiente del aguijón o se le hubiera enredado en los cabellos por el placer de mortificarlo; pero nada, él le pasaba cerca, le hacía un poco de música, quizás un comentario que el otro no entendía, sobre la diafanidad fragante de la mañana, o sobre la coquetería de las rosas, o sobre la burguesa jactancia de las orquídeas, y se iba tranquilo a su palacio verde con terrazas de flores y corredores de baquelita, y ajimeces de estambres y lámparas de rocío.


Me había acostumbrado a su visita diaria; llegaba siempre a las ocho de la mañana; quién sabe en qué reloj solar, en qué clepsidra de manantial, en qué cronómetro· de capullos consultaría la hora; antes de verlo, ya sabía que estaba allí porque me lo anunciaba su zumbido de motor; pasaba indiferente por encima de los sietecueros de capas pontificales, desdeñaba la pista solferina de la veranera florecida y tomaba posesión de su dominio; en la candidez inocente de las azaleas, su cuerpo de patas velludas era como un pecado mortal, como un pensamiento siniestro que cruzara por la frente de un ángel; sobre el escenario rojo de los geranios hacía piruetas como un títere luciferino y se metía de cabezas al corazón de los lirios como si se tirara a un pozo de colores. Su coraza charolada venía a veces manchada de polvo dorado; se veía a las claras que regresaba de una excursión por entre los copones rayados de oro de las azucenas, que había estado de juerga en el salón de baile, todo blanco y mullido de las magnolias y que había paseado su bohemia habitual por los camerinos de satín de los tulipanes.

Vestido de rigurosa etiqueta, trajeado siempre de negro como un caballero del Greco, vivía como un artista aventurero entre la gloria de las corolas, en la armonía perfumada de los jardines, y ebrio de miel y de claridad bajo el sol que encendía en su cuerpo de obsidiana vivaces chispas de radio y le prendía a la coraza de la cabeza fugaces escarapelas de añil y de rosa.


Con todo puedo yo convenir, hasta con que se le haya asesinado con premeditación y alevosía, menos con que se le llame infeliz abejorro; protesto del calificativo denigrante y con amoroso cuidado lo entierro al pie del muro vegetal de su palacio. Quizás mañana él ascienda de nuevo a la luz, transformado en la simetría de raso de una azalea.


Blanca.

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