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HABLANDO CON BLANCA

TEMAS COLOMBIANOS

Itinerario Breve

Volumen V. Manizales. julio. 1944. No. 46




La galante insistencia de vuestro Rector Marco Estrada y de vuestro profesor de agronomía Jaime Jaramillo Angel, me ha traído hasta vosotros, no en pose de conferencista sino en mi habitual actitud de comentadora sin erudición de modalidades y sucesos actuales. Ellos han querido que venga o charlar con vosotros en un ambiente de amplia fraternidad espiritual. Pudiera caer en pecado de vanidad si aceptara como cierto el concepto en que me tienen vuestros profesores; yo no he tenido jamás la pretensión de creerme capacitada para dictar une conferencia sobre ningún tema; conversadora temperamental, como se dice ahora de manera muy elegante y novedosa, gusto de bordar comentarios más o menos sutiles alrededor de cualquier asunto trivial; por eso ellos han llegado a imaginarse que bien pudiera afrontar la responsabilidad de una página didáctica; si se llevan ellos y vosotros un desencanto, yo seré la primera en acompañar a todos en la quiebra de esa ilusión.


Me agrada que los directores de la Normal Rural crean que las mujeres somos capaces de decir cosas interesantes y tengamos derecho a pensar. Engreídos críticos de última hora y humoristas improvisados han estado felices haciendo chistes de pésimo gusto en torno al tema del sufragio femenino, puesto en consideración de los colombianos por el pensamiento del gobierno. Las encuestas realizadas entre los varones me han dejado triste por lo deleznable de los argumentos y por la decadencia del ingenio epigramático que en ellas se pone de manifiesto.


Hay muchos que tienen de la mujer un concepto colonial, que como Nietzsche a quien imitan servilmente, consideran que «el hombre ha sido creado sólo para la guerra y la mujer para solaz del guerrero»; así lo anota él en un libro que rezuma amargura, tedio y negación, libro que si ha sido granero inexausto para el saqueo de cuantos consideran que la propiedad literaria no tiene razón de existir, hito que marca la iniciación de más de una brillante carrera oratoria, también ha envenenado de pesimismo y de soberbia a la juventud del mundo. Animal de cabellos largos y de ideas cortas se nos llamó por Schopenhauer, otro amargo filósofo germano; si este viejo genial de aborrascada cabellera y aceradas pupilas resucitara ahora, vería cómo la realidad le ha volcado su paradoja: las ideas se alargan y los cabellos se acortan; las mujeres han vuelto, con su actuación espléndida en los países en guerra, un sofisma aquello del sexo débil, que está muy bien que se nos diga por galantería, pero que adquiere un matiz irónico cuando se nos aplica con un sentido de protectora superioridad mental.


Este concepto de la inferioridad de la mujer necesita trascendentales aclaraciones; no debemos por cobardía dejar prosperar más esta despectiva manera de juzgarnos; a fuerza de repetir una mentira, ella acaba por ser tenida como verdad hasta por su mismo inventor. Desde tiempos inmemoriales se ha considerado que la mujer tiene todos los deberes y ninguno de los derechos, que fuera de los muros acogedores del hogar su actuación es desacertada o torpe o ineficaz; hasta hubo un Concilio de graves doctores al cual se llevó la discusión de si las mujeres tenían alma: por un milagro nos escapamos de quedar al nivel de los gatos, de los abejorros o de los pájaros; más tarde se expidió en España por uno de aquellos monarcas idiotizados y viciosos cuyas vidas son lectura sólo para hombres, un decreto que prohibía enseñar a leer a las mujeres. ¿Qué de raro tiene que aún hoy haya gentes de criterio tan anticuado y colonial que respondan a los cuestionarios de los periódicos con las consabidas tonterías de que las mujeres no sirven sino para remendar las medias, que su puesto está junto al fogón, que es un error sacarlas de lo cocina, alejarlas del lavadero, darles derecho de intervenir en cosas de más trascendencia que la comida y el zurcido de la ropa vieja?


No es que yo diga que porque adquiera carta de ciudadanía la mujer deba dedicarse a la política y abandonar el hogar, irse a dictar conferencias eleccionarias en la plaza pública y descuidar a los hijos; no, no es ese el ideal: pero ambas cosas se pueden armonizar: una mujer puede ir a votar, para que la República esté manejada por los más capaces y los más honrados, sin perder su feminidad; tampoco, como lo afirman otros de los interrogados, hay necesidad de ir a echar piedra junto a las urnas; la presencia de las mujeres podría infundir más respeto, más seriedad, mas nobleza a nuestros tumultuosos comicios electorales; por otra parte, quién quita que los hombres volvieran a poner en uso la galantería, cuando vieran en la mujer no sólo la compañera sirio la posible electora; para ir a votar una vez al año no hay que descuidar las labores caseras: más se descuidan mientras el ama de casa asiste a los costureros donde se cosen las telas y se descosen las reputaciones, o a las fiestas sociales donde la frivolidad tiene su imperio, o a las reuniones donde se juega el dinero para los gastos de la semana, o a los centros culturales donde se habla de sombreros y de pieles y de trajes como si estos fueran los temas de la cultura, los postulados de la inteligencia, los altos ideales del espíritu; perfectamente se pueden remendar las medias y aderezar los manjares y ser exquisitamente femeninas aunque se adquieran derechos de ciudadanía; lo uno no excluye lo otro: ya los hombres han hecho muchos ensayos, ellos solos, para organizar el país; ya han gastado sumas ingentes en asambleas y congresos y embajadas con resultados de una eficacia discutible; no sería malo que las mujeres colaboraran con ellos a ver si las cosas marchaban mejor; las mujeres somos más intuitivas, más ajustadas a la realidad en muchas ocasiones, más minuciosas organizadoras y tenemos de la honradez un criterio de absoluta austeridad; tan cierto es ésto, que hoy en las oficinas públicas, en los bancos y en los empleos de manejo trabajan centenares de mujeres y no se ha oído decir hasta hoy que alguna de esas damas esté en la cárcel por malversación de caudales públicos, o se le haya elevado un alcance, o haya jugado en un garito los fondos comunes, o haya dilapidado el dinero de los impuestos entre la alegría espumosa del champaña o al calor comunicativo de las copas de whisky.


Las mujeres que trabajan jamás van a las oficinas con tedio, con desencanto, con hastío de todo lo humano y lo divino, con inconformidad y mal del siglo que son los nombres pomposos con que se camufla el guayabo; su dinero se traduce en bienestar para sus familias, en alegría hogareña, en embellecimiento de ellas mismas; ya no ven en el matrimonio la sola finalidad de sus vidas y no se casan sólo por casarse, porque no les digan solteronas o por conseguir quien les compre el vestido o les dé la comida. Se casan por amor y la misma fe y el mismo entusiasmo que pusieron antes en organizar el cardex o mantener a la orden del dio los libros de cuentas, lo ponen en hacer grato el hogar, y elegante el salón de recibo y bellamente decorado el comedor; el hombre encuentra en ellas no sólo la muñeca tonta y frívola que no conoce más ciencia que la del maquillaje, sino la colaboradora inteligente, la animadora en sus empresas, y si los tiempos son de calamidad o de escasez, la compañera que también puede con su trabajo aportar dinero al hogar, para el marido es un estímulo y es una alegría poder hablar con su mujer no sólo de cintas y de broches de fantasía y del precio de los víveres y de la estupidez de los criadas, sino tener quién le escuche y le comente la razón de sus luchas políticas, o el resultado de sus balances comerciales, o sus proyectos de nuevas industrias o sus problemas cafeteros.


Otro de los argumentos humorísticos sacados a relucir en estos días, a pesar de su antigüedad y de su frágil consistencia, es el de que quedaría ridículo eso del sufragio femenino por la cuestión de los chicos y de los biberones y de las canastillos. Tampoco a las fiestas, a los bailes, o los coctel partys como con tanta elegancia se dice ahora, a las congregaciones y a los costureros se llevan los niños; en los países de más alta civilización que el nuestro, en donde las mujeres asisten a congresos y asambleas, a ninguna se le ha ocurrido ir con el chiquillo en brazos, o con el cochecito en donde el bebé reposa entre gasas, cintas y cojines mullidos. Si se pueden dejar en casa mientras se asiste al salón de belleza o se visita a la manicurista o se toma el té, también pueden quedarse sin ningún inconveniente cuando lo mamá vaya a ocuparse de cosas que pueden ser más trascendentales para el porvenir de ellos mismos y de su patria. Yo sé que muchas de las mujeres colombianas piensan como yo pero tienen miedo a decir su verdad. Son incapaces de rebelarse contra el complejo de inferioridad que el comentario despectivo de los varones ha creado en ellas; no hay razón lógica para que un campesino al cual se le enseña a dibujar su firma y a quien no se le exige ningún conocimiento ni de historia, ni de geografía ni de elemental ciencia política, pueda ejercer el derecho de sufragio y que a las mujeres, a quienes interesa que la República sea manejada por hombres inteligentes, probos y austeros, se las limite solamente, como quieren algunos, a las modestas labores de cocina o a las complicadas tareas de la remallada de medias. Esto entraña una exasperante injusticia.


Lo desconcertante es que sean a veces las mismas mujeres las que con un criterio gregario, con un ancestro colonial, hayan contestado de tan pobre manara las encuestas periodísticas.


Olvidan ellas que la cabeza se lleva con más orgullo si tiene por fuera bucles y por dentro ideas, que la máquina de coser tiene un ritmo tan grato como la máquina de escribir, que las manos cuidadas y finas están igualmente capacitadas para hojear un libro de cuentas o arreglar un ramo de rosas. Detesto hablar en primera persona pero para afianzar mis argumentos necesito un ejemplo y este es el de mi propia vida. Ella ha estado ajustada siempre a un perfecto equilibrio, a un armónico ritmo de trabajo, para todo me ha alcanzado el tiempo; para educar a mis hijos, para cuidar mis matas siempre llenas de la alegría cromada de las corolas, para arreglar las jaulas de mis canarios, para cuadrar el presupuesto doméstico y hasta para venir donde vosotros a hablaros de cosas interesantes. Puede que me hayan faltado horas para asistir a las reuniones sociales o para ensayar ante el tocador cosméticos y aceites fragantes, pero siempre las he tenido para la lectura del libro selecto, o para oír buena música o gustar la exquisita armonía de un poema. Se puede ser una magnifica ama de casa y al mismo tiempo permitirse el lujo de pensar con la cabeza; saber aderezar un plato nutritivo y agradable y poder conversarle al compañero y a los hijos de los últimos sucesos mundiales, confeccionar un vestido elegante y atreverse a opinar en favor del sufragio femenino desafiando el chiste ramplón de los asustados calemburistas en efervescencia.


Ahora voy a hablaros de vuestra Normal Rural. Creada ésta por la asamblea del año 41, ha dado en tan poco tiempo resultados admirables; la preparación de los maestros rurales es de una trascendencia definitiva en un país esencialmente agrícola como el nuestro; las escuelas campesinas han estado casi siempre encomendadas a personas de muy buena voluntad pero de muy escasos conocimientos; hay que evitar que cuando algún profesor improvisado fracasa en la ciudad se le mande a regentar la escuelita rural; hay que dignificar el plantel campestre llamado a desempeñar en el futuro un rol importantísimo; el porvenir del país está en la agricultura; tenemos el más rico clima y las más fértiles tierras desaprovechadas por la ignorancia de nuestros campesinos, quienes aún se rigen para sus siembras por el calendario lunar o por las indicaciones del compadre charlatán; tienen apenas escasas nociones de la selección de las tierras y de las características de la semilla que se confía a su entraña nutricia y morena; la tala de los bosques se hace sin control efectivo, sin inteligencia, con una culpable despreocupación; el uso del carbón vegetal, impuesto a nosotros por la falta de una Central Hidroeléctrica, hará en un mañana cercano un yermo desolado de nuestras montañas providentes, cercenará la corriente de nuestros ríos y en lugar del monte vestido de apretado terciopelo vegetal, veremos alzarse en la lejanía de la cordillera los hombros de roca basáltica de las colinas desnudas. En las tierras cálidas el paludismo progresa tremendo a pesar de la Institución Rockefeller, y de las campañas sanitarias y de los visitadores, y del angeo y de la retórica optimista; los campesinos, por codicia o por ignorancia, siembran café hasta en los corredores de sus viviendas y no dejan libre la parcela que ha menester la vaca domestica que daría salud y alegría a sus hijos; van descalzos por entre los cafetales que les ofrecen paralelas las rutas de la prosperidad y de la anemia tropical; les da miedo iniciar cultivos distintos al del calé y la caña de azúcar, desconocen el valor alimenticio de las frutas, ignoran que en las hortalizas encontrarían el hierro y los fosfatos y las proteínas y el calcio que vienen a buscar a las boticas a precios prohibitivos para prolongar la existencia precaria del chico desmirriado, mordido por el paludismo y desnutrido porque la leche, si acaso la ha habido en su casita humilde, ha sido para hacerla en quesos que le dejan al revendedor de la plaza de mercado apreciables utilidades, o es desconocida en su despensa porque no se podía desperdiciar una cuadra de tierra que estaba sembrada de café, para cuidar una vaca. Todas estas cosas tendréis que enseñarlas vosotros, mañana, a los campesinos; tenéis que mostrarles que hay más belleza en la ciencia elemental de los injertos que en los más altos poemas, que la tierra es buena y agradecida y generosa pero que requiere que se la acondicione y se la enriquezca y se la estudie para que no se le pida más de lo que su benevolencia puede darnos; a vosotros os tocara afianzar, sobre bases sustantivas, el porvenir próspero de los campesinos caldenses. No sólo iniciaréis a los pequeños en el misterio de los números, en la dulzura de la creencia cristiana, en la sonoridad amada del idioma, sino que seréis los profesores de sus padres, que practicaréis con éstos la aritmética en el tablero musical de los cañamelares y leeréis con ellos en el libro traslúcido del agua y les enseñaréis a deletrear las máximas de la salud en el silabario de oro de las naranjas, o en la citolegia fragante de los piñales o en la cartilla puntuada de rojo de los granados. El hombre que vive en contacto con la naturaleza es más bueno, más sencillo, más comprensivo de la misericordia y de la sabiduría de Aquel que acompasa la marcha de las constelaciones y guía el paso de la hormiga.


Ya una vez hablé en un breve apunte de la tarea maravillosa realizada por Lutker Burbank a quien sus contemporáneos llamaron el mago de los jardines; este hombre admirable gastó buena parte de su fortuna haciendo experimentos para quitar a los cactus la barbarie inútil de sus espinas; 16 años ocupó en la empresa; realizó más de mil experimentos en injertos y cruces y selección de semillas y ya viejo, tuvo la alegría espléndida de ver realizado su ideal con la creación de varias especies de cactus comestibles, despojados de su agresividad ancestral, sumisos a las necesidades de la industria y vestidos no ya con su coraza de puntas ardientes sino con un inofensivo traje de peluche. Labor de misericordia que aún mantiene asombrados por igual al alto mundo de las mariposas y de las abejas, a la aristocracia de la sociedad artística de los turpiales y de las alondras y al proletariado voraz de las hormigas y de los comejenes y de los escarabajos. La calidad de vuestros estudios será garantía de vuestra eficiencia como educadores de la niñez campesina; debéis realizar vuestra obra con alegría y con constancia; por encima de las inquietudes, de las preocupaciones, del desencanto hay que mantener en alto el espíritu como un estandarte de conquista; hay que tener tensa la voluntad como el arco que fija el itinerario victorioso de la flecha; hay que tener la virtud teologal del agua remansada que vive siempre contenta, que copia con idéntica gracia el azul perforado de estrellas y el tijeretazo negro del ala del cuervo. Hay que ser sencillos y ser alegres; la alegría es alto don de los dioses. El hombre que sabe poner el dique de su risa a la avalancha del fracaso, que sabe ser amable sin pedantería y cordial sin adulación, que acostumbra clavar con elegancia el alfiler brillante de una frase humorística sobre la engreída incomprensión que es sencillo y jovial y rehuye el gesto dogmático y sabe hacerse perdonar su superioridad, es un benefactor de sus semejantes, y hace tanto por el bienestar colectivo como el sabio que en su laboratorio descubre un sulfa milagroso o el químico que tras minuciosas investigaciones adivina una nueva propiedad bélica en cualquier mineral simple, o el industrial que patenta un estilo de máquina ultramoderna y destructora.


Es pequeña vuestra granja experimental pero su ambiente de fraternidad y la alta categoría mental de vuestros profesores os hace amable el estudio y os amplia el panorama del futuro. En esta casa encontráis la prolongación del hogar; frente a las terrazas de sus huertos la palabra clara y erudita de vuestro profesor de agronomía os ha iniciado en la ciencia milagrosa de la germinación de la semilla, habéis sentido con él la emoción del brote nuevo, de la planta niña que asoma tímida, plegada su seda vegetal en la promesa del tallo futuro, en la gracia porvenirista de la florescencia, en el ideal del fruto en plenitud. En los arriates florecidos habéis encontrado una reminiscencia del jardín de la casa paterna, y quizás desde las corolas de los miosotis y de las hortensias os hayan mirado los ojos azules de la novia pueblerina o las pupilas amorosas de la madre que os espera llena de orgullo y de ilusión. Debéis ser sencillos de corazón y poner en vuestra labor todo el entusiasmo y toda la aspiración de vuestra juventud; saber hacer una sola cosa de manera perfecta, ser técnicos aunque sea en una sola rama del saber, es encontrar el camino del triunfo. Huir del diletantismo y de la superficialidad; no querer comprenderlo todo pero realizar la labor a conciencia, con tenacidad y con amor, poniendo en la tarea la totalidad del esfuerzo creador, es credencial de éxito. Cuando inclinados sobre el surco, entre una ronda de niños campesinos atentos y curiosos, los iniciéis en los misterios jocundos de los retoños y de los injertos y les expliquéis la bondad de la tierra y la virtud luminosa del agua, os acordaréis sin duda de la amiga que vino una vez a estos salones a deciros las cosas triviales de todos los días en un lenguaje desnudo de hipérbole y fraguado en molde de sinceridad, Yo agradezco de corazón la distinción que me han hecho vuestros superiores, las nobles palabras de vuestro Rector y la atención con que me habéis escuchado.



Blanca.

Leído por su autora en la Escuela Normal Rural

de Manizales, en la tarde del 28 de junio de 1944,

para iniciar el ciclo de conferencias culturales que

ha organizado dicho plantel

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