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Foto del escritorPiedramaní

HABLANDO CON BLANCA.

LITERATURA COLOMBIANA

Itinerario Breve

Volumen IV. Manizales. Mayo. 1943. No. 32.



A propósito de un cuento de Alfonso Castro, del cual son protagonistas la música y la muerte, la miseria y el amor, diversos escritores sostuvieron en Medellín una polémica literaria que duró casi dos meses. Signo de renacimiento es éste; que en la ciudad más industrial de Colombia, en donde la atención vive suspensa del alza o la baja de los valores, en donde el humo de las fábricas es un esfumino que borra el brillo remoto de las estrellas y el jadeo de los motores apaga el ritmo breve de los poemas, las gentes se afanen por indagar la paternidad literaria de unas cuantas páginas románticas. Intervinieron en la encendida discusión, Castro, Rubayata, Don Zote Jota y otros comentadores, unos escudados tras la mampara transparente del seudónimo y otros luciendo todos sus arreos de erudición; se sostuvieron con una frescura culpable tesis tan desmoralizadoras como esa de que el plagio es un derecho, de que a él debe la literatura colombiana sus mejores páginas, de que cuando no hallemos en el propio jardín rosas para exornar el ara de la Belleza podemos sin ningún escrúpulo saltar por encima de la tapia a saquear el huerto del vecino.


Aquello fue estupendamente divertido; nadie entendía a nadie y se hicieron frases de papel rizado para disimular la endeble estructura de los argumentos. Al fin, los lectores nos quedamos sin saber de quién, es la idea original del relato que hermana EL STRADIVARIUS y LA CAJA. Aquello fue como en la célebre escena de la venta manchega: entre el arriero y la moza y el posadero y Sancho y el alboroto y la oscuridad, quedó maltrecho el cuento con su violín y con su músico bohemio y con su muertecito hecho de cera y de dolor entre la melódica caja de sándalo que en este caso fue el cuerpo del delito.


El suceso fue un bombardeo de adjetivos, un asalto de tanques lanzallamas; los críticos caían como paracaidistas sobre las columnas de los diarios y por los minados campos del idioma avanzaban demoliendo prestigios las fuerzas de choque de los defensores del plagio, de los amigos de la supresión de las comillas, de los que, para alcanzar popularidad, hallan como el medio más efectivo ese de calificar despectivamente a poetas y prosistas ya consagrados por una larga tradición de cultura y en cuyas sienes los laureles tienen un perenne verdor.


También en Bogotá hubo gran revuelo al rededor de las revelaciones deprimentes de que fuera de las fronteras de la patria nuestros escritores son absolutamente desconocidos.


Sólo media docena de nombres, según los comentaristas de la prensa capitalina, han alcanzado el honor de salir de los límites territoriales. ¿De quién es la culpa? De los estrechos círculos de propaganda mutua establecidos en Bogotá desde hace tiempo. En provincia existen auténticos valores intelec­tuales para los cuales permanecen herméticas cuando no hostiles las páginas de los suplementos y de las revistas de difusión cultural. De tarde en tarde se ve una firma que no

corresponda a un escritor domiciliado en la capital. Hay que revisar, por ejemplo, la colección de la REVISTA DE LAS IN­DIAS; los artistas de la provincia no se asoman por aquellos cuadernos­ monopolizados por los poetas de último estilo; esos poetas que viven todos «suspendidos en el aire», haciendo metáforas intrascendentes al rededor de una rosa y sin poder desenredar ese cuento profuso y difuso de unas palomas. No es raro que no se conozca en el exterior a muchos escritores colombianos, lo extraño es que se les ignore a ellos, que sí tienen vastos y bien organizados servicios de propaganda, que no se les reproduzcan sus versos y su prosa y que no se les entienda. Allí no se dispone de espacio para publicar pro­ducciones de mérito de los escritores nacionales; hay que reproducir superabundantemente los jeroglíficos de Pablo Neruda:


Si pudiera llorar de miedo en una casa sola,

si pudiera sacarme los ojos y comérmelos,

lo haría por tu voz de naranjo enlutado

y por tu poesía que sale dando gritos.


Porque por tí pintan de azul los hospitales

y crecen las escuelas y los barrios marítimos .

y se pueblan de plumas los ángeles heridos,

y se cubren de escamas los pescados nupciales,

y van volando al cielo los erizos:

por tí las sastrerías con sus negras membranas

se llenan de cucharas y de sangre,

y tragan cintas rotas, y se matan a besos,

y se visten de blanco.



De las escritoras no hay que hablar. Ya han dicho que en Colombia no. hay un solo valor intelectual femenino y se han quedado tan frescos. Desde el olimpo exiguo de su sufi­ciencia, los nuevos críticos han barrido con la escoba de su sabiduría nombres ilustres y obras perdurables. Quedan aún algunos espíritus comprensivos, algunos Quijotes del Ideal algunos valores sustantivos de la crítica inteligente y serena que, como Luis Trigueros, no conocen el egoísmo, no tienen la candorosa pretensión de creer que el cultivo de las bellas letras es patrimonio de los varones y que a los palacios de cristal del arte, como a algunas cartujas, esta prohibida la entrada a las mujeres. ¿Qué de. extraño tiene que no se nos conozca en el exterior si aquí mismo nos ignoramos? ¿Cómo no se nos va a juzgar despectivamente fuera del país si aquí lo que nos agrada es empequeñecernos, aislarnos, hacernos la conspi­ración del silencio los unos a los otros, monopolizar en provecho de unos pocos las publicaciones de prestigio? Y a los que no escriben conforme a las modalidades de última hora, enrevesadas y aéreas y deleznables, son calificados de viejos, de románticos, de centenaristas. Y se olvida, con culpable olvido, que en aquella generación están catalogados y consagrados por la admiración popular y por la crítica continental indiscutibles valores de la inteligencia y del arte.


En el afán de aparecer originales, ya no dicen nada; han proscrito de los versos la emoción, de miedo a que se les llame sentimentales. Todo aquello es un cabrilleo de pedrería artificial, un encaje de vidrio pintado, una revolución de anilinas, una hojarasca de papel plateado que apenas riza un leve soplo lírico. Que no nos libre Dios de García Lorca pero que nos ampare de sus imitadores; que nos conserve para gloria de nuestro parnaso a Barba Jacob, pero que nos defienda de los que impunemente están saqueando al inolvidable poeta que fue por todos los caminos de la angustia con un brillo de alucinación en las pupilas y una risa orgullosa en la boca cínica.


También contribuye a que se nos desconozca o no se nos coloque en el sitio de vanguardia que nos corresponde, ese criterio inexplicable con que están hechas muchas de nuestros antologías. Son obras que se confeccionan de acuerdo con la simpatía personal de sus autores: muchas veces . pequeños servicios se pagan con un elogio antológico; no hay un criterio estricto de selección y las omisiones de nombres preclaros les restan todo valor informativo a esos volúmenes donde muchas veces todos se sienten: incómodos: los que valen, por la mediocridad de la compañía· en que se les coloca, y los que no valen, por el perjuicio que les causa la comparación. Claro que hay excepciones pero son muy fre­cuentes las injusticias y los errores que se cometen en estas obras; a lo mejor los poemas resultan recortados y mutilados como si regresaran de un frente guerrero; los sonetos· andan en muletas; los cuentistas aparecen como historiadores y los·periodistas quedan catalogados entre los poetas.


Se impone un regreso a la claridad, a la sencillez, a la emoción y a la belleza, elementos esenciales que integran y valoran la verdadera poesía. La bondad está en la espiga; lo demás es paja. Hay que tener personalidad; criterio propio, desenfado para decir lo que se piense y se sienta sin tener que apoyarse en la opinión ajena, en lo que sobre un asunto similar ­pudieron opinar Guyau o Maurois o Ludwig.·Hay que huir de las influencias extrañas; de la imitación servil, del plagio deliberado para no caer en el ridículo de la doble columna. Cantar lo nuestro y no tener que importar hasta los paisajes y las sensaciones. Si de pronto Valéry manda por sus palomas, se van a quedar sin tema y ahora sí «sostenidos en el aire puro» muchos de los poetas iconoclastas.


Que los suplementos literarios y las revistas de prestigio abran sus páginas a todos los escritores que tienen méritos categóricos aunque no residan en Bogotá y entonces sí será conocido y reproducido en la prensa hispanoamericana lo que tiene un valor auténtico en la literatura nacional. Que los poetas nuestros tengan prelación sobre los demás, que haya un afirmativo concepto colombianista en las redacciones de diarios y revistas. Soldrán un poco perjudicados Ber­nárdez y Huidobro, Pablo Neruda y César Vallejo, Rafael Alberti y García Lorca, pero al mismo tiempo se escaparán de que nuestros innovadores en trance de imitación, los des­pojen de ideas y de metáforas.


Blanca

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