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HABLANDO CON BLANCA

Una desolación irreparable

Revista Manizales. Volumen XIX, número 203, abril, 1958

Itinerario Breve

Blanca Isaza de Jaramillo Meza.



A lo largo de estos trágicos años que ha vivido la República, entregada en sus campos, sus veredas y sus aldeas pintorescas a la cólera criminal de los violentos, de los que se han olvidado de Dios, de los que buscan en el delito la satisfacción de infames instintos, de oscuras taras, de ancestrales desviaciones anímicas, hemos visto tanto horror, tanta crueldad, tan inaudita perversión que estamos en peligro de connaturalizarnos con los relatos sombríos de los asesinatos, de las depredaciones, de los asaltos, de toda la gama funesta de la criminalidad. Ya pasamos casi indiferentes de la crónica roja de los diarios a las páginas frívolas de la vida social; muchas veces ni leemos los nombres de los hermanos sacrificados; nos conformamos con pasar los ojos sobre los guarismos de los que caen diariamente en los pozos negros de la muerte.


Pero hay detalles que nos horrorizan y nos conmueven casi hasta el llanto; para un escritor, para un sociólogo, para un humanista, bien puede ser la síntesis de esta larga y ominosa tragedia colombiana la fotografía de Rudesindo Maldonado, que traen profusamente los diarios; allí está todo el dolor, todo el desamparo, toda la irreparable angustia de los que sobreviven a sus pesares ignorados. El retrato muestra al pobre viejo mendigo sentado frente al muro contra el cual fueron salvajemente sacrificados sus hijos en una madrugada de pavor; al fondo, el Magdalena arrastra sin prisa su onda de cobre; en el paraje escueto no crece ni un arbusto, ni hay una flor; sólo arena áspera, calcinada, humedecida con sangre inocente la cara arrugada y tosca de Maldonado no tiene expresión ni de ira, ni de angustia, ni de conformidad; hay en ella como una atonía, como un estupor que se prolonga más allá de los linderos del recuerdo; en los ojos se adivina el ancho panorama de la desesperanza; es una cara como tallada por el miedo, como labrada con los cinceles de la sombra.


Todos los días, sin faltar uno solo desde hace ya varios años, Rudesindo Maldonado va a contemplar el muro de piedra contra el cual se desgonzaron los cuerpos de sus cuatro hijos traspasados por la frialdad homicida de las bayonetas; fueron cuatro porque uno de ellos no era el hijo de su carne pero si el hijo de su cariño; qué pávida cosecha recogió la muerte, junto a ese vallado sombrío. Eran cuatro labriegos, trabajadores, ajenos a las actividades delictuosas que les atribuyeron sus asesinos. El viejo contesta sencillamente a los reporteros; dice que sus hijos estaban en la cárcel desde hacía un mes acusados de pertenecer al partido liberal; quizás los pobres muchachos ni siquiera tenían nociones de ideologías políticas; eran liberales porque sí, porque lo llevaban en la sangre, porque desde niños habían escogido ese rótulo y lo tenían prendido al pecho como una condecoración.


Qué de cosas pensará el anciano campesino vencido, en su diaria meditación; verá en el recuerdo a sus hijos cuando eran pequeños, cuando llenaban la choza ribereña con su algarabía de pájaros, cuando entraron a la escuelita de primeras letras y llevaron al rancho los cuadernos llenos de garabatos incomprensibles para la ignorancia de Rudesindo; cuando ya fueron hombres y tuvieron aventuras amorosas y noches de jolgorio y aguardiente con las mozas calentanas esbeltas y apasionadas como hechas de ébano y de fuego; los verá agachados, sobre los surcos en el solemne ademán de las siembras; pasarán por su memoria cuando los llevaron presos, silenciosos y humildes entre los gendarmes y todo el río de sus recuerdos desembocará en el mar tenebroso del amanecer que vió a sus muchachos caer como espigas segadas por la hoz del martirio, como un racimo trágico de juventud y de sangre doblado sobre la Corriente del Magdalena.


Y no podrá comprender nunca Rudesindo Maldonado cómo es que los asesinos están tranquilos, siguen su vida normal y hasta han disfrutado de ascensos oficiales; él no sabía, que era una hazaña esa de pasar a bayoneta a sus hijos; él pensaba que la patria era otra cosa; que era la seguridad, la protección, el amor y la vida promisora de sus muchachos. Pobre viejo que no ha logrado entender que a pesar de la civilización cristiana de veinte siglos el hombre es un ente salvaje.


Blanca

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