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HABLANDO CON BLANCA

PROBLEMAS SOCIALES

Itinerario Breve

Volumen V. Manizales. Diciembre. 1944. No. 51


Desde la iniciación de esta Hora Católica fui invitada con sobra de gentileza para colaborar en uno de sus programas orientados por altos fines espirituales.

Circunstancias diversas han retardado el cumplimiento de este deber grato a mi corazón y a mis creencias, claras, firmes y luminosas como labradas en el resplandor extático de los diamantes. Teólogos, expositores de la doctrina cristiana, oradores de prestigio y nobles figuras de la inteligencia han desfilado frente a estos micrófonos hasta los cuales llega ahora sólo una sincera sensibilidad poética, una voz despojada de adornos retóricos y una voluntad dispuesta a servir en la pequeña medida de sus capacidades a toda empresa idealista.


Lo que nos falta a nosotros es el orgullo de nuestra fe, la compenetración honda y perdurable con la doctrina que decimos profesar, el entusiasmo y el fervor apostólico que han regido siempre las grandes cruzadas del Bien. Vivimos una época de claudicaciones, anarquizada y absurda; no estamos capacitados para gustar esa maravillosa poesía de las parábolas; estamos buscando la alegría y la paz en el yermo hostil de los goces pasajeros que sólo nos dejan en el alma la amargura irremediable de una desilusión nueva. Tenemos un concepto equivocado del cristianismo; nos parece que se nos puede tachar de místicos, de pobres de espíritu, de atrasados y de cándidos si no contemporizamos con ese catolicismo acomodaticio que se gastan algunos ilusos, ese catolicismo que no tiene inconveniente en doblar la rodilla en los templos y exaltar en hipérboles callejeras la excelencia de la moral nueva, la concepción anticristiana de las diferencias raciales, la superioridad de los más fuertes, los derechos del capitalismo absorbente, y ese nuevo orden que se afianza sobre el martirio de los débiles, sobre el aniquilamiento de los inmutables principios morales que han puesto siempre un dique de cordura al avance de los crueles instintos de los déspotas.


Se ha tachado al cristianismo de ser una religión triste, una doctrina que impone a sus seguidores el deber de renunciar a toda alegría y de pensar sólo en la muerte, en la vanidad de todas las cosas, en la inutilidad del dinero y del poder y de la inteligencia. Nada más tonto, ni más deleznable ni más absurdo que este concepto. La única, la verdadera alegría está en Cristo; la más alta poesía está contenida en el Evangelio; nada supera la belleza de las parábolas, la dulzura eterna de aquellas palabras de amor y de consuelo que integran el Sermón de la Montaña, la majestuosa sencillez de la figura de Cristo cuando por los caminos de la Judea ponía el milagro de sus manos divinas sobre la carne macerada en dolor de los leprosos, y señalaba a los humildes la puerta de claridad del paraíso, y sembraba de lirios de esperanza el árido camino de los vencidos, y confundía con la simplicidad gloriosa de su doctrina la engolada suficiencia de los fariseos y la asustadiza hipocresía de los escribas y de los traficantes. Si hay algo que pueda dar en el mundo un contento perdurable es la fe en Cristo. Quizás no haya a lo largo y ancho de la literatura universal una página tan clara, tan honda, tan saturada de belleza, tan fresca en su espontaneidad como el canto de la Perfecta Alegría que escribiera el poeta de Asís para leérselo a las mariposas y entretener la charla de los gorriones y someterlo acaso a la crítica minuciosa y seria del Hermano Lobo. Francisco, a quien llamaron sus contemporáneos el Cristo de la Edad Media, no era un hombre triste; su vida toda está tocada de una divina euforia; la sonrisa era en él habitual y su poema al sol tiene una lograda emoción panteísta; para su alma de niño, Dios estaba en todas partes; lo mismo en el corazón azul de las violetas que en el marfil agresivo de los dientes de su compañero de Gubbio; percibía su resplandor lo mismo en la hoguera indeficiente de los luceros que en la linterna campesina de los cocuyos, y veía su majestad en la soberbia coronada de relámpagos del océano y en la candidez del agua remansada en el cuenco de sus manos florecidas con el estigma de púrpura de la llaga divina.


En vano buscará la humanidad la solución a sus problemas, el consuelo a su angustia, la paz que reconstruya el ritmo de su progreso si se olvida del Evangelio; sólo la palabra de Cristo podrá drenar el trágico río de sangre que socava los muros orgullosos de esta civilización que alzó sus palacios de hierro y de soberbia sobre cimientos de materialismo; lejos de su doctrina, el hombre marchará siempre como un esclavo buscando el diamante de la verdad entre la hullera sombría del sofisma, persiguiendo loco la mariposa de la ilusión por entre praderas calcinadas al fuego da la desesperanza.


Es ahora, en estas semanas finales del año, cuando nosotros podemos ceñirnos más a la doctrina de Cristo, practicar sus enseñanzas y comprender con un claro sentido humanitario cuánta belleza y cuánto amor y cuánta pura alegría podemos hallar en sus postulados da fraternidad. Ha llegado diciembre; viene vestido de fiesta, con noches frías y azules como de lapislázuli, con mañanas musicales, con tardes fraguadas en hornos de arreboles, con armonía de villancicos y coros de niños y palmeras de cohetes y ambulantes globos de colores; traerá para muchos, fiestas ruidosas, halagadores balances, vinos fragantes, exquisitas viandas, sano contento y promisoras perspectivas; nos olvidaremos por un momento de nuestra perenne inquietud entre su ambiente de candor floral. Pero en cuántos hogares proletarios estos días de navidad harán más sombrío el panorama de la escasez y de la angustia; no florecerá la fragilidad feliz de un juguete junto a muchos jergones humildes; la rosada mentira de la dádiva traída por el Niño Dios faltará de las cunas de nuestros pequeños hermanos desposeídos de todo; el contraste entre la abundancia de las mesas ricas y la parquedad impuesta por el alto costo de la vida en los comedores de las familias pobres, la diferencia entre los salones elegantes festonados de rosas y decorados de luces y la penumbra poblada de amargura y de callada protesta de la alcoba suburbana, hará más nítida y dolorosa la desigualdad social. En esta época ilógica, cuando se desquician principios y teorías, cuando sopla sobre el mundo airada racha de destrucción, cuando se invierten todos los valores y se hace mofa de los que predican la sencillez de la verdad, cuando se ha puesto en desuso el sentimiento y se siente pasar junto a nuestro espíritu la ronda pávida de mucha ignorada tragedia, es cuando debemos encauzar nuestra sensibilidad por los cauces luminosos y firmes de la fraternidad en Cristo.


Consolar un dolor es la más alta alegría que la vida puede darnos; compartir con los que nada tienen lo que la suerte nos ha dado, es un placer que nos acerca a la perfecta serenidad.


El dinero es noble cuando él sirve para llevar ilusión y comodidad y pan y abrigo a los desheredados; la caridad es la más pura forma de resolver los amenazantes problemas sociales; aquellas sociedades que se olvidan de los que sufren, sentirán pasar sobre el orgullo frío de sus torres de acero las cuadrigas rojas de la rebelión; el hambre que obnubila el cerebro y afloja los resortes de la resignación y embota el sentimiento, también arma la mano colérica que en el taller hubiera forjado la herramienta y en la fábrica hubiera perdido su estructura de garra, y la orienta ciega y torpe y dura por los derroteros del estrago. No alcanzan a solucionar sino en mínima parte los tremendos problemas de las clases humildes las instituciones de asistencia social costeadas por el estado, y las numerosas asociaciones de beneficencia que realizan en silencio discreto lejos del reclame periodístico y de la propaganda radiada, su imponderable labor de misericordia. Los miembros de la Sociedad de San Vicente y los grupos de mujeres clarísimas que integran la institución llamada de las Señoras de la Caridad, saben muy bien que no exageramos, que el modesto bono semanal o el parco auxilio que su bondad reparte por barriadas y suburbios es de una desconsoladora insuficiencia ante el precio absurdo que tienen hoy los artículos esenciales para la vida; saben que aquellos chicos desmirriados y tristes reciben una alimentación pobre en vitaminas, nula en calcio, carente de proteínas, dosificada en exiguas raciones por el criterio estrecho de la necesidad, que viven por la virtud milagrosa del clima y que es en estos días de abundancia y de fiesta para las clases privilegiadas cuando sienten más honda la angustia de su miseria.


Todos los niños ricos deben ahora hacer participantes de su contento a los pobres chicos del arrabal; deben pensar cuando se acuestan en sus camas resortadas, mullidas por la ternura materna, festonadas de encajes y suaves de finas frazadas, en sus hermanos proletarios que duermen en el jergón áspero, en promiscuidad peligrosa con los perros escuálidos y las ratas voraces, en aquellas alcobas mínimas cuyo aire enrarece la emanación mortal de los reverberos, sintiendo pasar las invisibles cuchillas del frío por entre las rendijas de las paredes de guadua y cobijados muchas veces sólo con el edredón celeste bordado con el oro ilusorio de las estrellas. Casi que por un sentimiento egoísta debiéramos todos acudir magnánimos a llevar un poco de comodidad a los que no disfrutan de ninguna; porque siempre el recuerdo de los que sufren nos amarga las horas del contento, porque por más que queramos olvidarnos entre el bullicio frívolo de las reuniones sociales, de los que lloran su indigencia en la soledad resignada de sus horas marcadas por los minuteros del tedio, no lo conseguimos y su presencia inasible es como un reproche mudo hecho a nuestra indiferencia culpable; a la corona de rosas que nos da la Vida, el dolor de los vencidos trenzará siempre el gajo de espino. Cuando consolamos una pena, cuando llevamos un poco de felicidad a un hogar humilde, cuando compartimos con los necesitados nuestra alegría transitoria, comprendemos que la doctrina de Cristo tiene una perdurable belleza, que el hacer el bien lleva en su misma simplicidad la clave del contento, que no hay ningún elogio, ni ninguna hipérbole, ni ningún ditirambo que nos halague más que la ingenua palabra de agradecimiento con que el favorecido nos paga con creces el pequeño sacrificio que por él hacemos.


No es suficiente dar lo que nos sobra, lo que ya nos es inútil, lo que en el desván doméstico se acumula en el desorden y el olvido; lo que debemos pensar es en que no hay derecho a que nosotros lo tengamos todo, mientras los que más han padecido y han luchado carecen hasta de las cosas elementales; debieran avergonzarnos nuestras estufas de petróleo, nuestros fogones de hierro, el fuego alegre de nuestras cocinas, si pensáramos que en muchos hogares no se enciende la lumbre y recordáramos las siluetas inclinadas de las viejecitas que en los edificios en construcción suplican la limosna de los recortes de madera o en los botaderos de basura rastrean en busca de los desperdicios en brava lucha con los perros sin dueño. En ese mundo duro y cambiante de las finanzas que los poetas no lograremos entender y cuyos guarismos se enfilan como barricadas de acero frente a nuestra sensibilidad, se verifican hoy fenómenos alarmantes; por obra de los impuestos con que el estado trata de solucionar los problemas sociales, la vida se encarece más a cada día; los tributos los paga el consumidor, el arrendatario, la clase media colocada entre la protesta de los de abajo y la soberbia de los de arriba; los ricos son hoy más ricos y los pobres, pobres de toda pobreza; sólo el humanitarismo cristiano logrará iluminar con el resplandor de sus postulados el sombrío horizonte, y tras el fracaso de teorías y principios y ensayos y cánones sociales, el hombre tendrá que volver a Cristo en cuya doctrina de igualdad y de fraternidad y de esperanza, como en un crisol de diamante se ha de fraguar el metal puro de la justicia social. Sobre el dolor del mundo ha de alzarse como una bandera de jazmines la gloria de su túnica blanca.


Blanca

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