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HISTORIAS DE MI PUEBLO

POR LOS CAMINOS DE MI PUEBLO. Libro escrito por Geimar Alonso Valencia Betancurt y publicado por la secretaría de Cultura del Departamento de Caldas

En esta nueva sección de relatos de Piedramaní, se contarán historias del día a día que suceden en diferentes sitios de la geografía de la región cafetera, donde personas con su hacer contribuyen a construir un entorno amable y un mundo mejor, lo anterior, a través de la escritura, la pintura, el desarrollo de un oficio o de diferentes actividades con las que construyen país.

Por el impacto y la importancia que representan dichas actividades, el objetivo de Piedramaní mediante esta plataforma consiste en dar a conocer al mundo relatos de vida.


Por ello, hoy iniciamos con GEIMAR ALONSO VALENCIA BETANCURT, un joven profesor nacido en la María Tenerife, vereda del corregimiento de San Daniel en Pensilvania Caldas. En una conversación luego de un evento con profesores del municipio, Geimar, menciona con orgullo su origen campesino, familia que ha habitado esta región durante varias generaciones, desarrollando un sentido de pertenencia y arraigo por la tierra, donde creció compartiendo con su padre, un hombre con gran habilidad de cuentero, historias llenas de magia entre duendes y brujas, así como de entierros que sólo se muestran a los merecedores de ellos, personas con buen corazón… en silencio, viajando por el mundo de magia que su papá construía para el y su familia, todo alrededor de la luz de una vela.


El arraigo de su comunidad por las montañas es de tal magnitud, que él, junto con sus hermanos y los hijos de los vecinos, salieron a otras regiones a estudiar la universidad con fin de regresar a retornarle a la tierra y a la comunidad parte de lo que recibieron, manteniendo con la pachamama el cordón umbilical que renueva y da vida.


Actualmente, Geimar Alonso, es licenciado en matemáticas, magister en educación y en desarrollo humano, además de coordinador de la institución educativa “Pensilvania”, como académico ha obtenido varios reconocimientos, entre los que podemos destacar el otorgado a nivel departamental por la secretaría de cultura de Caldas, que tras un concurso publicaron su libro: Por los caminos de mi pueblo, donde cuenta historias de Manzanares cuando era habitado por indígenas, de los rostros que hacen historia día a día, todo con un lenguaje sencillo que tiene el poder de hacer vivir la sensación de lo descrito y llevar al lector, al igual que su papá a él, por el mundo de la magia. Este libro es parte de una propuesta investigativa abalada por Colciencias y desarrollada con semillero de investigación conformado por estudiantes.


La primera historia: Pueblo legendario que se tragó la montaña


CAPITULO I


Estas páginas de tipo descriptivo pondrán ante tus ojos e imaginación la labor del nativo y la frialdad del colono que silenció la montaña luego de haberla bañado en sangre desconociendo la riqueza, sabiduría y valor del hombre primitivo.


Sentirás la fuerza y constancia del nuevo colono que derribó la montaña e impuso en ella los nuevos cultivos de progreso, construyó su (s) casa (s) mientras las mujeres parían cientos de hijos que de niños alegraron sus hogares y luego se fueron a la guerra o marcharon a otras latitudes llevando consigo la esencia de esta tierra con olor a café recién tostado.


Si eres manzanareño, los parajes descritos te serán conocidos y luego de leer este primer capítulo sentirás la necesidad de compartirlo, porque de lo contrario estaremos condenados a vivir cien años de soledad y olvido.


(Fotografía tomada desde el Cerro del Divino Niño, Numa, W (2016))


Descubrí que eras diferente cuando pude contemplarte por completo

desde la ventana de mis ojos

(G, Alonso 2016)


Érase una vez…


Son las palabras mágicas con las cuales esta narración empieza a tejer una a una las palabras que describen, pintan y honran “la tierra cordial del Oriente de Caldas” en sus 153 años de existencia; su amplia tradición oral y cultural y forma típica de vida heredada de sus primeros pobladores y conservada en el tiempo serán el hilo conductor de las historias que narran la forma épica y quijotesca cómo los primeros pobladores (Nativos) defendieron hasta la muerte ésta su tierra, que les fue arrebata por actos de tortura y crueldad, que dejan a simple impresión la diferencia entre el hombre blanco (Colono) y el nativo, entre la ignorancia y el conocimiento, entre el viejo tiempo y el nuevo día.

Si, un día la invasión viajó a través del corazón de la montaña para dejar de ser un acto natural y convertirse en una acción de impiedad impuesta por una raza superior en armas, avaricia, sadismo y ambición; pero esta misma raza se mostraba inferior en compasión y respeto a la forma de vida ya establecida en el nuevo mundo. Está comprobado que la conquista victoriosa del hombre blanco sobre el nativo no se logró por las armas o la fuerza de un Dios todopoderoso llegado de otras tierras, sin lugar a dudas fue la innata superioridad ejercida con crueldad, llevada hasta la frialdad para con aquellos seres que creyeron inferiores a un animal, por lo tanto no merecían el más mínimo respeto.

Por ende, estas líneas estarán movidas por la imaginación tejida desde la cronología histórica de quienes, algunos años atrás, se atrevieron a escribir, imaginar y grabar sobre el papel episodios que con el tiempo serían borrados u olvidados por aquello de la mala memoria que obliga a repetir la historia una y otra vez porque no se conoce; por ello la invitación es a viajar a través del tren de los recuerdos, las páginas amarillentas de los libros que cubiertos de polvo fueron pasando al olvido, un olvido que hoy se empieza a recordar en este libro que habla de cientos de casas - caminos que fueron envejeciendo con el pasar de tantas lunas, amaneceres y tantos pobladores que como arrieras iban y venían cargados de historia.

Alcanzar una conexión con la vida presente y las raíces ancestrales, le otorga a quien lee, piensa, escribe y vive un punto de enunciación, un lugar desde donde es posible decir la palabra que nos nombra, nos describe y diferencia; identidad enriquecida por un legado cultural que antecede a Manzanares desde hace 154 años de existencia, legado que ha llegado hasta los confines más remotos del mundo a través de su música, su escritura, su palabra y acciones. El hombre y la mujer manzanareños se caracterizan por ser de actitud emprendedora, aguerrida, sencilla y cordial, gestos que hablan de la humildad de su tierra anclada en el corazón de la cordillera Central, de donde ha surgido para la historia nacional e internacional prohombres y labriegos que sienten con la misma emoción cómo su pecho se inflama cuando en cualquier rincón del mundo una canción compuesta por el “Cuarteto Imperial”[1] se convierte en un himno de obligatoria entonación;


Hay un lugar muy hermoso

Que yo quiero y que venero

Es mi lindo Manzanares que están muy cerca del cielo.

Una mañana de mayo me trajo al mundo mi madre

Es mi lindo Manzanares que es la tierra de mis padres

Manzanares (…)


(…). Manzanares, tierra cordial fue fundada aproximadamente el 2 de julio del año 1863, su primer nombre fue “Villa del Edén”, lo tuvo hasta el 12 de octubre de 1864 cuando se le confiere el nombre de “Manzanares” acto que fue motivado por los cultivos de manzana y la conmemoración del aniversario de la llegada a América de “José Valentín Cortés” considerado ídolo de la provincia de Manzanares en España. En cuanto a su ubicación geográfica, Manzanares limita al Norte con el municipio de Pensilvania, al Oriente con el municipio de Marquetalia, al Sur con el Fresno (Departamento del Tolima) y al Occidente con el municipio de Marulanda.

(Imagen: Neslly Paola Gallego. Estudiantes 2017)

(…) Los primeros pobladores que habitaron esta tierra fueron las comunidades indígenas “Marquetones” y “Pantágoras” quienes estaban dedicados a la pesca y la minería, principal y más importante actividad comercial hasta que tuvo lugar la conquista española a cargo del coronel “Baltasar Maldonado” comisionado por Gonzalo Jiménez de Quesada.[2]


No existe una imagen del todo descriptiva de los primitivos habitantes de la zona, la idea que se tiene es imprecisa e imparcial; lo que sí se sabe es que, quienes llegaron en los tiempos de la colonia traían ya su mente corrupta, una ambición por el oro que llegaba a la obsesión extrema por las piedras preciosas como las esmeraldas, diamantes y objetos de oro de quienes los españoles presumían, las comunidades indígenas eran las mayores propietarias.

La avaricia por el oro podría suponer ciertas conductas de las tropas españolas que se desafiaron a muerte con los pueblos legendarios que vivían en las montañas, esto los llevaría a un enfrentamiento de arrojo heroico en busca de libertad, la muerte sería la principal opción para el nativo antes de permitir un sometimiento, maltrato, explotación a largas horas de trabajo, humillación o espectáculo de carnicería humana. El nativo amaba su tierra, por lo que el despojo o destierro lejos de esta no sería del todo fácil, ya les pertenecía desde la antigüedad, como heredad de los dioses a quienes sus padres habían rendido culto y sacrificios con tal de saciarlos, alcanzando de ellos una respuesta de generosidad y como regalo esta tierra, sus dominios y riqueza.


Pueblo legendario que se tragó la montaña…


Muy temprano en la mañana los rayos del sol empiezan a traspasar la boscosidad que crece en medio de la superficie rocosa, que forma los acantilados que se precipitan sobre ribera del Rio Guarinó, las laderas están cubiertas por vegetación verde y fresca que como largas melenas se dejan caer hasta casi tocar la corriente del rio que avanza ligeramente por entre las piedras, en las inmediateces de los peñascos, cientos, o tal vez miles de árboles de todo tipo, se elevan casi hasta tocar el cielo y se extienden en todas las direcciones como formando un ejército interminable que yace inmóvil; las montañas también forman una cadena de picos que se extienden mucho más allá hasta donde la agudeza del ojo no alcanza pero continua la imaginación.

(Imagen: Neslly Paola Gallego. Estudiantes 2017)


Por entre la boscosidad sube hacia el cielo un débil rastro de humo, que emerge de los bohíos o ranchos de los nativos “Pantágoras” y Palenques”, quienes habían construido en esta montaña improvisadas chozas usando hojas, ramas entrecruzadas, pieles de animales, barro mezclado con paja o rastrojo y algunos troncos de árboles cortados con rústicas herramientas. Por doquier pueden verse hombres nativos con características semejantes a las de guerreros, cazadores expertos y habilidosos para trepar a la cima de los árboles, llevan en su espalda el arco y atado a la cintura su carcaj repleto de flechas mezcladas con veneno letal extraído de animales o plantas. Su cuerpo completamente desnudo es ligeramente cubierto por manchas rojas y negras, como si se tratase de un ritual antiguo o un escudo protector inspirado por los dioses mitológicos con quienes habían aprendido a comunicarse a través de la lluvia, el rayo, el trueno y el sacrificio humano o de algunos animales, cuando la luna estando en lo más alto del firmamento salía a devorar estrellas.

En la oscuridad de la noche el silencio era ligeramente rasgado por cantos, acompañado de danzas en torno al fuego, como si se tratase de un ritual dantesco prodigado a los dioses o demonios de los cuales el hombre primitivo espera recibir protección o bendición para sus cultivos o vida, por lo que se supone cientos y tal vez miles de historias.

A esta deidad adorada desde tiempos milenarios le encantaba alimentarse con sangre humana y el aliento de vida de los cuerpos que eran separados de su corazón por una lanza puntiaguda que atravesaba su pecho para extraerlo de su interior aún palpitante. En medio de la oscuridad y bañados por los rayos de la luna que habían descendido hasta la tierra para tomar lentamente la energía del cuerpo que yacía sobre un montículo de piedra bañado por sangre, como fruto de un sacrificio necesario que permitía satisfacer los caprichos de los dioses, quienes según sus creencias, tenían dominio sobre los cultivos, la vida presente, pasada y futura.

En medio de este ritual los miembros de la comunidad indígena danzaban moviendo todo su cuerpo entorno a la fogata, entre gritos que sobre pasaban el sonido de los tambores, el movimiento de esta danza improvisada permitía que de vez en cuando sus manos fueran levantadas en dirección al firmamento donde la luna y las estrellas, según sus creencias, se regocijaba con tan espectacular banquete, todos hacían parte de este baile, incluso las ardientes llamas que danzaban sobre los carbones rojos.

La recién descubierta comunidad indígena tenía rasgos faciales extraños que a la primera impresión podrían generar estupor, asombro y pánico, su cabeza en forma achatada o puntiaguda daba la impresión de alguna fractura o mal formación, pero en realidad era el resultado de las prácticas de crianza heredadas de los “Caribes” quienes a los recién nacidos les amarraban una tablilla alrededor de sus cráneos aún frágiles, hasta que esta tomara una forma achatada o puntiaguda con la cual se lograba inspirar respeto, dentro de su comunidad y en algunas ocasiones miedo e intimidación con las poblaciones de indígenas que tenían asentamiento en Pensilvania, Tolima o Samaná.


(Imagen: Neslly Paola Gallego. Estudiantes 2017)


También estaban las mujeres indígenas sentadas en el suelo al interior de sus chozas, sin sostén soportando el peso de sus senos portadores de leche materna, preciado líquido para los recién nacidos traídos al mundo en medio de la espesura de la montaña ante la protección prodigada por la fuerza de la luna, el sol y las estrellas. Los dolores de parto de estas mujeres, podría causar cierto horror y al mismo tiempo admiración a muchas de ellas ya que sin ayuda de otras mujeres daban a luz a los pequeños indígenas, en medio de gritos que se convertían en una alarma que ahuyentaba a las aves que recién se hubieran posado sobre algunas ramas que se extendían en el vacío o se entrelazaban con las ramas de otras árboles como si se abrazaran, aves venidas de lejos terminaban por posarse en lo más alto exhibiendo su exuberante plumaje, loros silvestres, búhos, Currucutú, pájaros carpinteros, turpiales entre otros que daban al recién nacido un concierto sin igual.

El recién nacido cubierto de sangre y con el cordón umbilical unido a las entrañas de la madre emitía su primer llanto desgarrador como saludo a la montaña, mientras la mujer aun arrodillada, fatigada y sudorosa por el esfuerzo cortaba con sus dientes el cordón umbilical de la placenta, la cual todavía conservaba calor de la matriz y mucho antes que algún animal percibiera el olor a sangre ésta era sepultada en la raíz de un árbol como parte de un ritual que aseguraba al recién nacido tendría una vida de éxito; luego del primer baño con agua fría y de fajarlo, el pequeño de forma natural y motivado por su madre buscaba los pechos repletos de leche y mientras lo amamantaba, ella susurraba al oído relatos de ritos, por siempre recordados y nunca olvidados desde tiempos anteriores a los tiempos.

Aquel episodio o nacimiento se repetiría una y otra vez en las muchas comunidades indígenas cercanas o distantes, hijos(as) del amor, de la guerra o el capricho nacerían por centenares en medio de la noche o en la claridad del día, todos sin excepciones, presentados a los dioses y consagrados a la tierra.

También está la indiecilla de cabellera larga que cae por su espalda y baja hasta su cintura cubriendo buena parte de su cuerpo desnudo, que sin ningún pudor o vergüenza es exhibido a vista de todos. Sus senos aún no son lo sufrientemente grandes o maduros como para alimentar a un recién nacido, el periodo menstrual no ha llegado pero no pasará mucho tiempo para que su padre la obligue a casarse con el mejor hombre del clan o en el peor de los casos sea dada a otro como parte de un premio obtenido por una lucha, actividad de caza o trueque.

De esta forma, los Palenques y Pantágoras descendientes de los Caribes fueron poblando la montaña, su dominio y conocimiento se extendía kilómetros a dentro sobre las riberas del Rio Guarinó y La Miel, rodeados por cadenas de montañas de las cuales se alcanzaba a divisar pequeños picos atravesados por las nubes. Hasta estas tierras los vientos que llegaban de la costa aún no habían alertado al indígena de la tragedia y horror que ya se había comenzado a gestar desde el 12 de octubre de 1492 cuando tres embarcaciones a cargo de un tal Cristóbal Colón declararan como propio los dominios sobre el nuevo mundo.

El primer conquistador español que penetró el territorio de los Pantágoras fue Baltazar Maldonado, quien comisionado por Hernán Pérez de Quesada salió hacia 1540 con 150 hombres y luego de haber atravesado Honda, se enfrentó por 40 días con los Pantágoras en las vegas del Rio Guarinó mientras logran vencer su fortaleza. Pero mucho antes de haber llegado sobre el dominio de los Pantágoras tuvo que haber luchado a muerte con los asentamientos indígenas descendientes de los Caribes que habitaban cerca de Honda y Mariquita-Tolima como lo fueron: los Marquetones, Ondamas, Guatías Palenques, Onimes de los Pantágoras, Panches o Tolimas, Pachiguas, Lumbies, Chapaimas, Calamoinas, Hondas, Gualíes, Bocanemes, Bledos y Coloyas de naturaleza guerrera y antropófaga; los pobladores de la zona norte de Tolima fueron los indios Bledos y Coloyas de la familia o tribu de los Panches dedicados a la agricultura, la orfebrería y la alfarería.

Con la imaginación como recurso de inmersión en el tiempo sin tiempo, en las páginas perdidas de la historia, se podría pensar en lo que significó la llegada de Maldonado y la estela de muerte a su paso, centenares de cuerpos vencidos por el arma de fuego con rostro en tierra, mutilados, desmembrados, torturados o heridos provocando la atracción de algún animal carroñero o sediento de sangre que deseara alimentarse de un cuerpo a media vida; esta invasión alteró la aparente calma que albergaba el silencio natural de los árboles mecidos por el viento, el graznido de la bandada de pájaros que surcaban el ancho cielo en búsqueda de las bayas silvestres y el riachuelo que descendía de lo más alto de la montaña y que tuvo que arrastrar con su corriente varios cuerpos que sin vida fueron abandonados en sus mediatices o eran arrojados a sus caudales.

(Imagen: Neslly Paola Gallego. Estudiantes 2017)

Todos los hombres que acompañaban al “Coronel Maldonado” eran ambiciosos, amaban el oro, aquel metal precioso que les había motivado a adentrarse cada vez más en la espesura de la montaña y viajar por semanas en búsqueda de nativos de quienes se sabía tenían dominio sobre la región, ya otras comunidades habían sido sometidas por la fuerza descomunal del hombre blanco que con su arma de fuego en la mano no sentía ninguna vergüenza de jalar del gatillo y disparar al frente de sus ojos al indígena, a quien ellos creían un ser inferior a un animal.

El éxito de conquista sobre la región del Tolima, Honda y Mariquita era desolador y escalofriante, acciones que les daba cierta seguridad para pensar que sobre las riberas del rio Guarinó sería de brevedad o cuestión de días, pero lo que no sabía el hombre blanco era que los Pantágoras con el tiempo habían construido fortificadas paredes formadas por troncos y guaduas alrededor de sus chozas y bohíos. Por lo que ante el primer intento de querer irrumpir en sus dominios recibieron una andanada de flechas obligándoles a cambiar de estrategia para enfrentar al indígena quien había mostrado ser habilidoso a la hora de enrutar la flecha sobre su objetivo.

Los nativos eran expertos cazadores, eran conocedores de la montaña y la ribera, una ventaja sobre los recién llegados que no duraría mucho porque la intrepidez del hombre español y deseo consumado de encontrar grandes cantidades de oro los llevaría a la lucha descomunal y despiadada con tal de lograr el dominio y sometimiento del nativo, no deseaban regresar a la capital sin al menos una pieza de oro, de las mismas que Gonzalo Jiménez de Quesada había encontrado en la recién fundada capital Santa Fe y sus alrededores, como narigueras de oro, collares, brazaletes, juguetes, polvo dorado con el cual se bañaba todo su cuerpo el cacique de la tribu antes de sumergirse por completo en la laguna de Guatavita cuando la luna llena había alcanzado su mayor redondez; estas historias animaban la lucha de las tropas de Maldonado que los llevó a estar cara a cara con la misma muerte.

El final de esta batalla, todos la conocen o la han leído en libros de historia, crónicas, mitos, leyendas que reafirman los dominios de la muerte al paso por esta tierra, hombres que tomados por dioses viajaban sobre animales de cuatro patas (caballo), vestidos con extrañas ropas y portadores de objetos nunca antes vistos por el nativo, su forma de comunicación eran extrañas palabras que nombran de otra forma a lo ya conocido por el Pantágoras, estas y muchas más acciones los hacían creerse superiores a todas las demás culturas o tribus encontradas en el nuevo mundo que fueron casi por completo exterminadas.

(Imagen: Neslly Paola Gallego. Estudiantes 2017)

Pero una vez esta fuerte oleada de matanza pasó, las pisadas de estos hombres fueron sepultadas por las lluvias que trataron de borrar el dolor de la montaña, la pacha mama desangrada lloraba a sus hijos (as) quienes por años habían alimentado a los caprichos de la luna, el sol, el trueno y rayo; estos guardianes del universo fueron testigos de cómo sometieron a las comunidades indígenas que pusieron resistencia, actos que podrían calificarse de crueles, inhumanos con alto índice de sevicia por la forma como fueron eliminando uno a uno los nativos, les cortaban las manos, los colgaban del pescuezo, incendiaban sus casas o bohíos, otros eran atados a los caballos y arrastrados por entre los caminos hasta que su corazón dejara de latir luego de haber recibido múltiples fracturas. El trato hacia ellos era inferior a la compasión que puede sentir un águila cuando vuela tras un ave que lleva una de sus alas heridas.

Luego de este fatal suceso de sometimiento y desaparición de los pueblos legendarios que tuvieron asentamiento por estas tierras, pasarían más de 300 años de silencio reparador para la montaña que luego de vivir el horror y lucha llevada en sus dominios, regresaría a una aparente calma para continuar con su evolución natural mucho tiempo después que el último nativo Pantágoras muriera o desapareciera en medio de la boscosidad y la penumbra de la noche.

No logramos imaginar todo este tiempo de extraña paz, tiempo donde el equilibrio natural de la vida trataría de restablecer el orden después de ver la tierra bañada en sangre de hijos de sus entrañas, de los guardianes de la montaña, los amigos del águila, los protectores de los ríos, de aquellos que lograron establecer una conexión sin igual con la vida y la muerte sin alterar su equilibrio y sin faltarle al respeto a lo ancestral, a lo místico o lo demoníaco que se extiende más allá de la estrellas fijando su punto en los destellos de luz que viajan por todo el universo.

Así, se extinguió la raza nativa en el oriente de Caldas, nadie habla de algún registro que hubieran encontrado los antioqueños a comienzos del siglo XIX que hable de la presencia de algún valeroso Pantágoras. Según la afirmación de Félix Quintero, Monografía de Pensilvania, (sf., 45), quien no cita las fuentes en que se basa:

“Los supervivientes indígenas emprendieron la fuga por la cima de la cuchilla de Miraflores hasta su término en la confluencia de los ríos Samaná y La Miel; embarcados en este bajaron al Magdalena, que navegaron hasta la desembocadura del Rionegro, y remontando éste tomaron posesión de nueva patria y hoy están confundidos con los Palaguas y Carares, habitantes de las selvas aún en nuestros días”.

(Montes y Grisales, s.f; p. 26).

No todos los hombres nativos del nuevo mundo fueron exterminados, pero si diluidos en una debilidad e inconformidad de desconsoladora impotencia. Al menos, para las presentes generaciones se debe albergar la esperanza de que exista en “Colombia” un pueblo remoto o invisible que pueda vivir en paz, que logren restablecer la conexión perdida con el alma de la tierra que se extiende en todo el universo y viaja libre entre el micro y el macro cosmos.


NOTAS:

[1]Fue un explorador y conquistador español del territorio actualmente colombiano entre 1536 y 1572. Comandó la expedición de la conquista de la Nueva Granada (actual Colombia) y fundó entre otras la ciudad de Bogotá, la actual capital de Colombia, en 1538. La última la realizó entre 1569 y 1572 en busca de El Dorado, la cual culminó en forma desastrosa.

[2] El Cuarteto Imperial es un conjunto de cumbia originario de Colombia que cosechó éxitos y relevancia internacional en la década de 1960. Eli Toro Alvares Director Manzanareño.



GEIMAR ALONSO VALENCIA BETANCURT

Docente e investigador

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