HISTORIAS DE MI PUEBLO
El progreso en hombros de la cultura Antioqueña.
POR LOS CAMINOS DE MI PUEBLO. Libro escrito por Geimar Alonso Valencia Betancurt y publicado por la secretaría de Cultura del Departamento de Caldas

Muchas lunas pasaron después de la última noche en que la paz de la montaña de Manzanares y pueblos cercanos recobraron sus dominios sobre sí y las pisadas del hombre blanco se fueron perdiendo entre la hierba, la sangre fue lavada por completo de la tierra y el dolor fue cada vez menos intenso hasta que fue olvidado por la montaña y los árboles con el paso del tiempo fueron estrenando uno y otro vestido exhibidos a través de su follaje; el ruido de los cañones se perdió en la distancia, la hierba, el pasto y las hojas que caían de los árboles se encargaron de sepultar bajo sus dominios todo rastro de algo diferente que hubiera existido o transitado por estas tierras causando dolor o desolación, hasta el punto que todo se convirtió la idea de un punto ubicado en la inmensidad de un algo que hasta entonces era “nada” atrapada en un recuerdo.
Y cuando todo parecía haber terminado, la colonización antioqueña surgiría entre los matorrales, el filo del machete trazaría la trocha que se convertiría en camino de herradura por donde llegaría a lomos de cientos de mulas un aparente progreso; con cada árbol derribado se reafirmaba la llegada y dominio de unos nuevos colonos procedentes del Tolima y Antioquia, eran inicialmente varones cuyo aspecto irradiaba las características de una raza noble, pacífica y trabajadora, de agricultores procedentes de Salamina ( Caldas), que tuvieron su primer arribo en el año 1860 con la esperanza de buscar y hallar en la montaña un mejor futuro para sus hijos y esposa que llegarían después de que los caminos y trochas trazados para transitar las mulas y los bueyes se convirtiera en la más importante y rápida ruta de acceso entre Salamina, Marulanda, Pensilvania, Marquetalia, Samaná y Honda.
Es así como Bartolomé Gaviria, Ramón Valencia y Pedro Campuzano realizan su primer asentamiento en la cuchilla que hoy se conoce como el corregimiento de “Aguabonita” donde decidieron fundar inicialmente un caserío (...)
Los nuevos recién llegados no son indios desnudos, armados con flechas, plumas y con extrañas pinturas en sus cuerpos, tampoco tienen en mente la cultura de la muerte o el dominio; sus manos curtidas y arañadas por la siembra son evidencias de hombres y mujeres dedicados al arado y la minería, que han emigrado de otras latitudes en búsqueda de un mejor futuro; el color de su piel es un tanto canela y oscura, en ella aún quedan rastros faciales de la mezcla entre el español e indígena; sus ancestros le rindieron culto al sol y a la luna pero ahora ellos rinden sus pies y su cuerpo ante el crucifijo donde su Dios ha muerto y su religión es ahora la bandera que anuncia un nuevo comienzo.
La conexión que deseaba establecer el hombre antioqueño con la montaña, con el valle y la planicie es a través de armas más poderosas, como lo son el azadón, el hacha, el machete y la pica con los que abrirían caminos, construirían iglesias, hospitales, escuelas, calles empedradas y nuevas rutas de comunicación con los pueblos vecinos; sobre las cañadas extenderían puentes de madera colgantes entre el abismo y un montículo de piedra, y con el pasar de los días, que poco a poco se convertirían en años, los árboles de café arábigo empezarían a hacer parte del paisaje de la montaña.
La siembra del café, la caña, el cultivo del frijol y el maíz serían la fuerza económica que impul